Vas y vienes, y últimamente te vas más. La cabeza está en otra parte, en el mar, no en las paredes color cereza que te rodean ni en los ladridos del perro que parece que le pica la cola o no te explicas el porqué de su reciente estrés. ¿Sabrá algo que tú desconoces? ¿Acaso los perros son sabios y detectan el fin del mundo con su olfato?
Vas y vienes y tu hija de quince meses te observa de reojo clavada en el celular leyendo noticias mientras ella succiona su pequeño dedo pulgar con gran satisfacción. En el televisor no paran las caricaturas, de las cuales ya te has aprendido todas las canciones infantiles y te sientes culpable por entretenerla con un monitor, pero es que si lo apagas, llora, y los ánimos no están para andar chillando todo el día. Tú, además, necesitas ratos para hacer tus cosas: trabajar un rato, bañarte, hablar con tu gente, a la que no ves hace treinta y cinco días o incluso más. Intentas ser “productiva”; de vez en vez te subes a la bicicleta estática por treinta minutos, haces pasteles, lees, escribes, pero también hay días en los que solo quieres estar tirada en la cama y apagar el mundo y las presiones de que estos son momentos para ser mejores personas, cuando en lo único que puedes pensar es en que tú y los tuyos sobrevivan.
Vas y vienes y extrañas a tu madre, que este año cumple setenta y por cuestiones aleatorias está encerrada en su casa con una perrita chihuahua gorda y adorable que no es suya, sino de tu esposo. También añoras los desayunos dominicales con tu padre, quien está solo en su pequeño y oscuro departamento en la Escandón y quien te da miedo que se salga por un arranque de rebeldía —¿quién iba a pensar que tú velarías por los actos adolescentes de tu envejecido padre, al cual parece pesarle la falta de jugadas de tenis, de reuniones con amigos, de su única nieta, que está aprendiendo a gatear sin testigos más que tu móvil?
Vas y vienes y tu corazón se va a París, dónde está tu hermano, con tu cuñado, quien ha perdido varios proyectos de trabajo, y con miedo pues tu hermano es “población vulnerable” gracias a su diabetes y a su marcapasos, mismo que tienen que cambiarle sí o sí antes de que acabe el año; al crucero en Ensenada, donde tu otro hermano trabaja ahora no como barista, sino como carpintero pues los pusieron a todos a reparar el barco en lo que deciden qué hacer con ellos, si los bajan a su suerte o los dejan ahí, esperando que esto pase —¿va a pasar? —; a la casa de tu hermano mayor, quien está solo, ideando la manera de hacer un gimnasio dentro con cuerdas y ganchos.
Vas y vienes pero siempre vuelves aquí, a los “ma”, “caca”, “qué” y “wow” de tu hija, que rápidamente deja de ser una bebé y no sabes cómo podrás explicarle en un futuro lo que está ocurriendo, cuando todas sus fotos infantiles sean dentro del mismo departamento, cuya renta sigue corriendo sin clemencia, aun cuando el dinero está detenido y no sabes hasta cuándo los planes de trabajar se reanuden el ciento por ciento. Vas y vienes pero vuelves a los ojos de tu esposo, con quien te turnas para cocinar, para pasear al perro y para tener días malos y buenos, poniendo a prueba la paciencia y el amor de ambos, como todas las parejas en el mundo que se ven por primera vez en la necesidad de estar realmente juntos. Y la verdad es que la prueba, en tu caso, consideras que va bien: hay sonrisas cómplices y besos cariñosos, hay detalles y abrazos largos, y también espacios a solas, en silencio. Hay ganas de salir adelante y de saber que podrían volver a empezar juntos. Pero también hay miedo de enfermarse, del dinero, de no volver a ver a quienes aman, de que el país se lo cargue ahora sí la chingada y no haya para dónde hacerse. Hay miedo y amor y ganas de que todo esto pase y puedan ir juntos al mar y sumergir los pies de su hija, a percibir la humedad en los labios y a sentir el sol en la cara. Hay miedo pero hay más amor, y quizá eso es lo único que importa.
Vas y vienes y piensas en Dios. En si existe o no o en si, más bien, quieres creer en él. Porque negarlo te da culpa y reconocerlo te hace sentir tonta, y comienzas a pensar que en realidad estás sola, que no hay nada más grande que este mundo y que cada quien se rasca con sus propias uñas y sobrevive como puede, con lo que tiene en el momento. Y que si hay Dios es solo para consolarnos cuando realmente todo está mal, pero no para resolver nuestras cagadas como humanidad. Y entonces vas y vienes y rezas y persignas a tu hija por si acaso y lo único que le pides a la vida es que le dejen un poco de mundo para que, cuando crezca, pueda contar este encierro como una anécdota que nos hizo a todos más fuertes, mientras ella corre en la calle, anda en bici, toma aviones, ama, abraza, va a conciertos y sueña con este futuro pasado que hace unos días parecía imposible de transitar.
Pero aquí estás. Y vas y vienes.
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