Estoy en casa, luego del Covid, solo me faltó salir con moño del hospital. Soy un milagro navideño, o al menos así se siente llegar justo en Nochebuena a casa con mi hija y mi esposo.
Cargué a mi hija. Al principio no me quería, y la sensación de volverla a ver fue extraña. Sentí que habían pasado doce años y no doce días. La vi enorme, distinta, un poco más dura. Pero más hermosa que nunca. Poco a poco y con las horas comenzó a quererme de nuevo. Y la primera risa que le provoqué me hizo reconciliarme con el mundo entero. Ese mundo que ahora parece derrumbarse por un virus que nadie entiende por qué nació. Pienso en el hombre que se comió ese murciélago. Pienso en el karma que el pobre ha de cargar. Desempleo, hambre, muerte, soledad, familias separadas, enfermedad, dolor, incertidumbre, cansancio, crisis económicas… todo por el antojo de un murciélago. O al menos eso pensamos.
Hoy es Nochebuena. Y me ha roto el alma ver a los padres que no han podido comprar juguetes para sus hijos. Y saber que todas las personas de edad mayor estarán totalmente solas en una de sus quizá últimas navidades. Me parte la gente intubada y la que no encuentra lugar en hospital. Los médicos y enfermeros agotados. Las personas que este año se quedaron sin empleo. Y aquellos que han perdido a un ser amado. Me duele tanto el mundo que quiero pensar que todo esto es temporal y que probablemente hay alguna lección escondida que aún no hemos descifrado. Y que quizá, cuando logremos ponerle nombre, será como esos cuentos de hadas en donde con un beso de amor verdadero se rompe el hechizo.
¿Pero si más que un hechizo se trata de un destino inevitable de nuestra especie, que nos condena a replantear la manera de vivir y relacionarnos unos con otros? ¿Si es en realidad algo necesario? ¿O si esta crisis sanitaria resulta más bien un nuevo estilo de vida que llegó para quedarse? ¿Podremos emocionalmente salir adelante? ¿Adaptarnos como sociedad e individuos al encierro, a la distancia, al miedo?
No sé si vivamos lo suficiente para saberlo.
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