15 de enero, 2021

Quién es el amor

O el no amor

Quién es todo o nada

La entraña que mueve el universo

La sombra que cobija las flores

Quién es la vida

O la no vida

El silencio que asa los huesos

La memoria detrás de la memoria

Los fantasmas

Quién es el aire

La lentitud de un caracol a punto de morir

La fauna extinta

La caricia frustrada

El orgasmo no sentido

Los te quiero extraviados en lenguas que no saben ser lengua sino ladrillos a punto de caer

Quién es el final

El crédito después de la película

El encore

Los aplausos hipócritas luego de un telón que desfallece

Porque quién es sino uno

El que cae

El que se redime

El que se jode

El que levanta la frente

Mientras se pone de rodillas

Para ser testigo de su propia despedida

Quién es el amor

Sino el olvido

de quien fuimos

31 de diciembre, 2020

Qué hay que decir o hacer hoy

Qué hay que escribir

Más bien siento que hay que soñar

Mirar hacia otro lado

Y soñar

Porque el mundo como está nos fríe el cerebro

Y quizá hoy es mejor desconectarnos de él por un momento y vivirlo a nuestro modo

Y brindar cursimente por la vida

Esa que resulta tan frágil y dolorosa

Pero también tan mágica como ese viaje en paracaídas

En el cual aun cayendo sientes el aire en la cara

Observas el cielo y sus montañas y nubes

Y sonríes como idiota sin que nadie te mire

Y es entonces cuando te vuelves tu mayor cómplice

Y aterrizas en una nueva vida

Una que te incluye a ti como protagonista

Y sigues cayendo

Siempre cayendo

Pero viva y contigo y con tu paracaídas

Y eso es lo único que importa

29 de diciembre, 2020

Sudores nocturnos

Taquicardia

Miedo de no poder respirar de nuevo

Saturación normal

Pero exceso de información por las noticias

Se muere Armando Manzanero de algo que a mí casi me mata

Me entero de en promedio tres casos nuevos de gente cercana al día

Viene una nueva sepa que puede afectar la niños

Sudores nocturnos

Insomnio

Despertar a diario a las tres veinte de la mañana

Y perder el sueño

Pensar en lo que viene y en lo que quiero de mi vida

Y pensándolo bien lo que más quiero es vivirla

Posible fibrosis pulmonar

Esperar tres meses para hacer placa nueva

Intestino lastimado por el encierro

Colitis nerviosa

Los pies duelen al caminar

Pero camino y hablo y como y todo está bien en realidad

Todo está bien menos la realidad que parece una guerra contra lo que creímos que éramos y podíamos ser

Ahora somos ermitaños que le huyen a algo invisible

Que aun yéndose deja secuelas de todo tipo

Como la primera vez que te rompen el corazón o te corren de un trabajo o ves tu vida en riesgo

Sudores nocturnos y falda de sueño

Y luego la mente

28 de diciembre, 2020

Ojalá este año hubiera sido una broma. Pero no. Yo empecé expectante. Acababa de dejar una empresa en la que estuve siete años y me sentía como tortuga bebé frente al inmenso océano. Comencé a trabajar en Culinaria Mexicana, y enamorarme cada vez más de la gastronomía, y la única condición que le puse a mi esposo para trabajar juntos fue «no podemos estar todo el tiempo juntos». Tres meses después, vino el primer confinamiento y no nos separamos por casi nada.

Supongo que el éxito fue que al final nos caímos bien. Y las peleas fueron las menos y duraron poco. Volviendo al inicio de año, fue bueno. Viajamos, visitamos restaurantes, vimos a nuestros amigos, fuimos a museos, vimos mucho a la familia. Y de repente, la soledad compartida entre él, Emi y yo nos hizo más fuertes. De nunca poder estar en casa nos encerramos como la mayoría de las personas prudentes hasta julio, y a partir de ahí comenzamos a retomar nuestra vida con muchísimas precauciones. Seguíamos pidiendo la despensa, nunca fuimos a fiestas ni abrazamos, este año, a nadie que no fuéramos nosotros. Mis manos parecen de persona de ochenta años de lavarlas tanto. Y hemos experimentado con decenas de tipos de cubrebocas.

En noviembre, juraba que la habíamos librado. Que no nos habíamos infectado, que además económicamente hablando si habíamos perdido cuentas nos habíamos organizado bien y no podíamos quejarnos. Y ahí estaba yo, toda ingenua, presumiéndole a la vida que todo bien, como ese meme de Bob Esponja que camina campante y directo a un destino desconocido.

Noviembre fue un mes raro para mí. Me esguincé el pie. Me picó algo así como una aguamala en la playa, y luego me cuidé mucho trece días para poder ver a mis papás en mi cumpleaños, que fue el veintinueve. Salimos poco, solo al dermatólogo por mi piquete, a un par de restaurantes con terraza y muchísima distancia entre mesas y mi esposo acudió a un par de reuniones de trabajo.

Festejé con cuatro amigos y mi esposo el sábado veintiocho. En casa. Todo ventilado y sin contacto. Salimos contagiados tres. Y no sabemos de dónde lo sacamos o si cada quien lo traía ya.

El veintinueve, sin saber que estábamos en proceso de incubación., vinieron mis hermanos, mis papás, mi suegra y la tía de mi esposo. Sana distancia, ventilación extrema, todo. Nadie más se contagió ese día. Por fortuna.

Pero el pánico me absorbió cuando mi esposo me dijo al día siguiente «tengo síntomas», justo después de haber visto a la gente que más amo, me volví, literalmente, loca.

Comencé a comprar medicamentos que sabía funcionaban para el virus. Mismos que no usé. Mandé a mi esposo al cuarto de visitas y me encargué yo de todo. Pero la angustia de pensar que podría haber contagiado a mi madre me torturaba con una ansiedad constante y cruda que solo una vez en mi vida había sentido.

Tres días después, empecé con fiebre, dolor de pecho y debilidad. Nada me bajaba la fiebre. Me di cuenta de que estaba enferma de ese virus. Es algo que sabes, como cuando te enamoras; es una sensación diferente a lo demás. Me preocupaba contagiar a mi hija, pero tampoco sabía cómo explicarle a una niña de dos años cómo mantener sana distancia.

La historia después, de la cual luego escribiré cuando me sienta lista, fue aterradora. Mientras que mi esposo mejoraba con el tratamiento de la doctora, yo empeoraba. Mi oxigenación bajaba cada hora dramáticamente y yo no tenía energía ni para ir al baño. El dolor en el pecho era asfixiante, y no podía concentrarme en nada. Después de necear con no querer ir al hospital por no dejar a Emilia, tres doctores me insistieron tanto que era urgente internarme que busqué una cama en cuatro sitios, sin éxito por falta de espacio.

Un milagro hizo que obtuviera una. El doce de diciembre —sí, el día de la Virgen— obtuve el ingreso al hospital. Estuve doce días en una cama, sola, boca abajo, canalizada, con oxígeno de alta presión, los primeros días sin teléfono, con un pronóstico reservado y una neumonía severa por covid-19. Estuve a nada de ser intubada, o incluso de no volver a salir de esa privilegiada habitación. De no volver a ver a mi hija o esposo, a mi madre, que por fortuna dio negativo, a mis amigos, hermanos, tíos, primos, colegas. A toda esa gente que también a veces damos por sentado.

Pero pude vivir. Me recuperé. Sigo con neumonía. El doctor dice que ni vale la pena hacerme otras placas porque mis pulmones seguirán lastimados por lo menos tres meses, con riesgo de fibrosis o de lesiones permanentes. Desde el veinticuatro de diciembre estoy en casa. Con temor de las secuelas, pues si bien el virus se va máximo a los 14 días de estar en el cuerpo, deja estragos inesperados por quién sabe cuánto tiempo. Sigo con medicamentos y con una fatiga que jamás había experimentado en mi vida. Pero ver a mi hija jugar (cursi, lo sé) me está dando toda la fuerza que por el momento necesito.

No obstante, en esa cama de hospital aprendí tantas lecciones como si me hubiera ido al Tibet o a un retiro espiritual. Aprendí a volver a soñar. Soñar con el mar en mis pies. Con Paris. Con pastel de chocolate. Con tacos al pastor. Con caminatas largas por mi ciudad. Con la risa de mi hija. Con el viento en la cara y la luz del atardecer. Aprendí, también, a agradecer, porque hubo días que no podía valerme por mí misma y tuvieron que bañarme en la misma cama, no podía ni jalarle al WC ni mucho menos cepillarme el pelo. Además, al estar en una zona Covid de hospital, nadie te visita y no puedes tener casi nada propio contigo. Así que al salir, agradecí mi almohada, mi shampoo, mi cepillo de dientes, mi ropa interior.

Esos doce días redescubrí mi amor por escuchar música. También la poesía regresó a mí, así como la meditación y el arte de no hacer nada, ver el techo y disfrutar el silencio. Me salvaron, además de los doctores y enfermeras, saberme amada ahí afuera y que mis lazos son fuertes y a prueba de distancias. También la rutina que yo misma fui estableciendo en el —por fortuna— breve encierro que pasé: a tal hora levantarme, leer, escribir, comer, lavarme los dientes, hacer mis ejercicios de respiración, estar boca abajo, intentar dormir. El tiempo en un hospital es más lento que en la vida cotidiana. Sentía que habían pasado dos horas y apenas iban treinta minutos. Y en esas circunstancias, ser paciente con el reloj resulta vital para no dejarse llevar por las emociones negativas, que pueden ser mortales ante un virus que te ataca las defensas.

Salí agradecida. Salí con ganas de quedarme con mi mejor compañía, que soy yo, porque si bien es un cliché, uno tiene que amarse a sí mismo por sobre todas las cosas, porque nunca sabes cuándo estarás completamente sola. pero también, volví a casa con miedo de sumergirme al caos de mi vida anterior, que si bien amaba, también me estaba dejando a mí misma en segundo plano: trabajo, trabajo, trabajo, estrés, compromisos, presión, hacer, hacer, hacer. ¿Cómo encontrar el equilibrio? ¿Cómo reconciliar mis dos pasados en un presente que me acerque más a lo que quiero ser, que es ser feliz?

Y quizá esa es mi gran lección persona de 2020. Una que aún me tomará mucho tiempo aprender. Pero ya estamos en el primer paso, que es amar la vida y, por supuesto, seguir viva.

Consejo: NUNCA digan que un año ha sido un buen año o no ha sido tan malo antes del treinta y uno de diciembre a las 23:59. Nunca.

26 de diciembre, 2020

95 por ciento de oxigenación sin O2 extra

Una cifra que antes representaba nada

Ahora lo es todo

Se trata, supongo, de recuperar la confianza en el cuerpo

De reconciliarme con él y su fragilidad latente

Porque por veinte días nos peleamos

Él hizo lo que quiso o lo que pudo

Mientras yo quería caminar, ir al baño sola, dar un paso

Y no podía suspirar sin perder el aire

Y así nos defraudamos el uno al otro

Nos lastimamos como dos amantes que buscan destruirse

Fuimos Luna amarga

El último tango en París

Anticristo

Adiós a Las Vegas

Mi cuerpo y yo danzamos un baile estéril y patético

Y perdonarnos ahora es el mayor reto

Y dejar atrás la desconfianza de volvernos a perder y quedarnos sin fuerzas y regresar a ese caos que me cambió la vida

Ese mismo caos que ahora me ha dejado en lágrimas constantes y con el corazón de debajo del cubrebocas

Recordé en estos días el poema de Sabines que leía de adolescente

Cuando no había finales sino principios y puntos y seguidos

Cuando mi inocencia me hacía idealizar el destino final que todos sabemos va a llegar pero nunca había sido tan latente como en dos mil veinte

«Mi madre me contó que yo lloré en su vientre.
A ella le dijeron: tendrá suerte.

Alguien me habló todos los días de mi vida
al oído, despacio, lentamente.
Me dijo: ¡vive, vive, vive!
Era la muerte».

Y hay que vivir