15 de diciembre, 2020

Quien quiero ser o si seré algo después de esto

Por qué a algunas personas les ocurre y a otras no

Cómo saber si estoy sobreviviendo o solo es un destello y mañana no amanezco

Cómo saber si soy real aún

Soy afortunada porque me tocó un cuarto

Cuando toda la gente se está muriendo afuera

Yo tengo un cuarto

Qué me hace especial para yo sí y ellos no

Y por qué me siento tan culpable

Mira estos días por la pequeña ventana

Mira el pequeño hueco

Pero todavía hay luz

Y pienso en la playa

En la mezcla de sensaciones de una playa arrodillada ante mí en espera de seducirme hasta sus fondos

Ahí también hay oxigeno

Y aquí el respirador suena como si fuera mar en mi nariz

Y yo pienso en mi hija recibiendo un intento de ola

Y me pienso a mí misma siendo buena persona

O por lo menos yo

Una roca

Una bailaora

Un pajarito de asfalto

Nada

Poema para un corazón

Uno espera que tú sientas, que tú latas,

que permitas la imposible inmortalidad en la que absurdamente creemos,

Que tus lados se muevan a sus anchas, fluidos y con ritmo,

Uno espera que seas el mejor bailarín

Y que no te atrases en tu coreografía

Un dos tres

Un dos tres

Un dos tres

Tucu tucu tucu

El primer corazón que escuché en voz alta fue el de mi hija en mi vientre

Y el último ha sido el de mi madre

Que cansado de sí mismo aún así continúa el elegante danzón y me seduce con sus ganas de vivir

Pero el corazón que más quiero es el tuyo, tu corazón de acuarela y óleo sobre tela,

Ese órgano que tienes tan lindo que está colgado en una pared de mi casa en forma de cerezas,

Y que aun con muletas participa en el concurso de baile

Un dos tres

Un dos tres

Un dos tres

Ese corazón que late conmigo cada que parpadeo, tomo un pedazo de pan o me observo en el espejo

Tucu tucu tucu

Porque mi corazón sin el tuyo es solo un artefacto de utilería,

Un colado en la foto familiar que se descalifica en el concurso por triste y solitario,

una falacia hecha órgano,

Así que espero con mi corazón huraño en las manos

que tú sientas, que tú latas, que retomes tu ritmo

Y me abraces infinitamente con esa danza que solo tú y yo conocemos.

Aroma a bombón quemado

Me encuentro aquí. Donde siempre. En este mismo sillón donde alguna vez me vi soñando con ser adulta y no llorar cuando me cepillan el pelo. Me encuentro aquí mismo y el sillón rechina de viejo. Hay una naturaleza muerta en la pared que no es pintura, sino litografía. Y está rodeada de un marco dorado espeso y rimbombante.

En la chimenea aso unos bombones rosas insertados en una aguja larga de metal. El olor a caramelo me hace salivar, pero el sabor resultante de la quema de bombones me decepciona. ¿Les ha ocurrido? ¿Que prueban algo que olía mejor de lo que sabe? Es como cumplir un sueño que era mejor soñado, o un destino que era mejor en fotos de viajeros distantes.

Así a veces sabe la vida. Le falta sal y pimienta. Le falta aderezo. O quizá es que yo soy muy condimentada y me agradan los excesos. Pero ahora la vida sabe más monótona que antes y los fantasmas se asoman para recordarnos que alguna vez fuimos algo diferente a esto.

Regreso al sillón con las manos sucias de bombón quemado. Sorbo un trago del vaso de agua que está en la mesa de tres patas que alguna vez armé sin instructivo. Mi pelo se moja con el agua. —¡Torpe! —me grito mientras me seco torpemente con una servilleta.

Me duelen los ojos. Quizá es señal de que tengo ojos, diría mi padre. Y yo me reiría por no dejar pasar el chiste. También me duele la quijada al masticar. ¿Será que en las noches no logro descansar? Porque de que duermo, duermo, pero sueño demasiado y quizá eso me impide recuperarme de los días previos.

Sueño con serpientes que salen de las alfombras. Conque soy hombre y orino de pie en un baño sin puertas, con miedo a que alguien me descubra. Sueño con aviones que nunca tomaré y con maletas perdidas en el camino. También sueño con insectos que tengo que atrapar para que no me hagan daño, pero que nunca alcanzo.

Me preparo un café soluble con leche evaporada y un abuso ridículo de azúcar. Qué más da darse esos gustos basura cuando quizá es el fin del mundo. Qué más dan la cafeína, la glucosa, las calorías, si no se sabe cuándo será la última vez. Cojo un cigarro mentolado de esos que le robaba a mi madre de adolescente y le doy el golpe. Intento no ahogarme. Intento fingir que soy una femme fatale con un pitillo largo en la mano y la imagen va perfecta hasta que mi nariz en el reflejo de la mesa de tres patas lo arruina todo.

Tengo nariz de sauce llorón. Parece un higo. Una fresa en plenitud. Mi nariz es una derrota de la estética del siglo XXI. Y estos dientes, no se diga más: parezco intento mal logrado de vampiro.

Antes, de niña, me ponía una pinza de ropa en la nariz antes de dormir, para ver si tras ocho horas de descanso se me afilaba. Cabe mencionar que eso no ocurrió. Pero los colmillos —o dientes enanos, como un dentista los nombró de cariño— siempre me han dado lo mismo. Las burlas nunca han faltado, pero ante ellas he sido intocable. Quizá porque en el fondo sé que soy más que mis dientes, que mi nariz, que mi peso e incluso que mi torpeza a la hora de tomar agua. Quizá soy más que una mesa de tres patas mal armada. Y sobre todo, en el fin del mundo, soy más que un humano defectuoso.

O quizá, más bien, soy nada. Siento que el mundo se me agota y nunca vi una estrella fugaz. Siento mucho, también, solo haberme aventado dos veces en paracaídas, y me arrepiento enormemente de no haberme tatuado más. Pero, ¿qué más da si de nada he de acordarme? Ni siquiera del olor a bombón quemado ni de las naturalezas muertas que han asechado los rincones de mi existencia como perros frente a un bistec.

Nada me llevaré de aquí más que mi niñez seminueva. Nada irá conmigo sino un presente constante que suelo disfrutar más al recordarlo que al vivirlo. Porque ¿quién no se alimenta más de la melancolía o de la esperanza que del suelo pisado? ¿A quién no le sabe mejor un hubiera que un estoy?

Me levanto del sillón y camino hacia la puerta de madera. —Todo está perdido —pienso. Pero al abrir la reja, me doy cuenta: esto también era un sueño. Le doy una mordida a mi bombón quemado, y despierto.

Dejar ganar

Nací y él me amó desde el día uno. Me presentaba como su hermana, aun cuando me llevaba setenta y cinco años. No importaba. La empatía es la empatía, y con ella no hay rango de edad que interfiera. Pasábamos por él todas las tardes, después del colegio, y nos lo llevábamos a comer a casa. Solitario, pues su esposa –veintidós años menor que él–, trabajaba en una empresa cosmética en el Centro y no le dedicaba muchas horas que digamos. Íbamos en la camioneta tipo Wagoneer, yo atrás, aguantando el vómito ocasionado por el tráfico y las vueltas –algo que aún me ocurre–, mi madre en el volante y él, de copiloto. Su entretenimiento: leer en voz alta los anuncios espectaculares y los nombres de los changarros por los que pasábamos. “Estética Esperanza”, “Tortería El Tranza”, “Ojo, mucho ojo…”, “Colosio: bienestar para tu familia”, “Tocinería Gutiérrez”. Mientras eso ocurría, yo me mareaba cada vez más al grado de llorar, bajaba un poco la ventana para tomar aire y le pedía que por favor guardara silencio, porque mientras él practicaba su breve oratoria yo sentía que me moría.

Llegábamos a casa y la náusea se me iba, intercambiada por el hambre. Mi madre calentaba la comida y yo me quitaba el uniforme, me despeinaba un poco más –jamás se me ha dado el estilo relamido– y seleccionaba algún vestido supercursi de esos con estampado de flores o lunares que tanto me encantaban. Ponía la mesa mientras él se sentaba en el sillón a esperar. Sopa de fideos con queso, arroz, rollitos de res con tocino en caldillo de jitomate, ensalada verde. De postre: arroz con leche. Él: doble porción. Aun cuando había dicho que no tenía hambre y dejaba la mitad del plato fuerte, aseguraba que siempre había espacio para lo dulce, y predicaba esta filosofía con el ejemplo; en su casa tenía un cajón escondido, cerrado con llave, donde guardaba lenguas de gato, pasitas con chocolate, gomitas, paletas de caramelo sabor cajeta y dulces Laposse. Era su tesoro, y pocas veces se atrevía a compartirlo.

La sobremesa duraba poco, pues nos urgía salir a caminar en el andador de la esquina e ir a contar hormigas. El que contara más, se ganaba un helado que se pagaría el fin de semana. No recuerdo quién ganaba y ahora pienso que en realidad, empatábamos, porque llegado el sábado estábamos de la mano, en el parque de la Alfonso XIII, con nuestros respectivos conos. El mío: de chicle. El de él, napolitano.

También era en esos fines de semana, después del paseo, que comenzábamos las partidas: timbiriche, dominó, damas chinas, gato, pero sobre todo, ajedrez. El ajedrez era nuestro juego. Me enseñó el valor de cada pieza. Los peones, los más subestimados, pero al final, quienes pueden salvar de dignidad de un jugador al convertirse en reinas. Los caballos, los más audaces, que pueden acorralar al contrario de la manera más impredecible e inteligente. Las torres, que siempre me han parecido las piezas más aburridas pero que pueden rescatarte de un duro final. El rey, tan pasivo y limitado en sus movimientos que aburre –quién diría que es el líder del cuento– y la reina. ¡Ah, la reina! La dama que intimida y puede destruir todo a su paso sin compasión alguna. Él me explicaba, tarde tras tarde, cada una de las piezas, y si bien yo ponía todo mi esfuerzo por ganarle, el “jaque mate” solía provenir de su boca, alimentando mi ambición y soñando con, algún día, ganarle una partida.

Así pasaron los años, la pubertad, los malos ratos, hasta que llegué a los catorce años y continuaba igual de cercana a él, solo que ahora yo le ganaba un par de veces, provocando su molestia. “Estás haciendo trampa”, me decía de broma, pero también sorprendido: su alumna lo estaba superando. Y no solo yo lo superaba: también la edad lo estaba alcanzado: sus pasos cada vez eran más lentos y mostraba señales de fatiga como no querer rasurarse o ayunar. Pocas veces salía de su casa –se acabaron las tardes de contar hormigas y los paseos con un helado en mano– y ni siquiera se asomaba al balcón para tomar el baño de sol que le había recomendado el doctor. Sus ojos azules se veían cansados, y sin embargo, se las ingeniaban para verme con el mismo amor de siempre. “¡Esa energía, esa alegría, esa vida, esa risa!”, decía él al hablar de mí, aun cuando yo me sentía gris y cotidiana, aun cuando yo estaba en mi peor etapa, aun cuando su memoria comenzaba a fallar y la vida se le iba con la llave abierta.

Todo de él se iba apagando, y sin embargo, las tardes de juego de los domingos no paraban, solo que con una diferencia: ahora yo siempre ganaba. Hasta que un domingo, mientras jugábamos y él se iba quedando dormido como ya era costumbre, dejé que mi reina fuera comida por su caballo y permití que él fuera quien dijera “jaque mate”. Sonrió, alegre, abrió su cajón secreto y sacó unos chocolates de Sanborn’s para mí. “Agarra los que quieras”, exclamó como quien comparte su oro sin ningún signo de mezquindad.

El domingo siguiente no tuve que dejarlo ganar: arrasó en las dos partidas que tuvimos. Ese día vació su cajón de dulces y los repartió entre todos. Ese día cantó conmigo “Piensa en mí” de Agustín Lara. Ese día me ayudó con mi tarea de matemáticas. Ese día lo vi sonriente y tranquilo. Ese día no me quería ir. Quería quedarme a su lado. Quería que el domingo fuera lunes y martes y miércoles y que las partidas de ajedrez fueran eternas. Ese día no quería todos sus dulces, quería que los guardara en su cajón para convidarme uno el siguiente domingo, ese nuevo domingo que nunca llegó, que se quedó en una posibilidad frustrada por el cierre definitivo de aquellos ojos azules que ya no vieron el amanecer del lunes. Qué no daría por manejar mi coche con él de copiloto, por escuchar cómo lee en voz alta todos los letreros espectaculares, por abrazarlo y que él me recordara “esa energía, esa alegría, esa risa” que hay en mí y que a veces aplasto por la misma inercia que ocasiona vivir.

Los domingos me hacen falta las partidas de ajedrez. Y supongo que ese fue su último Jaque mate: el no olvidarlo nunca, aun cuando hace veinte años que mis piezas no se enfrentan a las suyas.

El exfuturo o crónica del día 35 del encierro

Vas y vienes, y últimamente te vas más. La cabeza está en otra parte, en el mar, no en las paredes color cereza que te rodean ni en los ladridos del perro que parece que le pica la cola o no te explicas el porqué de su reciente estrés. ¿Sabrá algo que tú desconoces? ¿Acaso los perros son sabios y detectan el fin del mundo con su olfato?

Vas y vienes y tu hija de quince meses te observa de reojo clavada en el celular leyendo noticias mientras ella succiona su pequeño dedo pulgar con gran satisfacción. En el televisor no paran las caricaturas, de las cuales ya te has aprendido todas las canciones infantiles y te sientes culpable por entretenerla con un monitor, pero es que si lo apagas, llora, y los ánimos no están para andar chillando todo el día. Tú, además, necesitas ratos para hacer tus cosas: trabajar un rato, bañarte, hablar con tu gente, a la que no ves hace treinta y cinco días o incluso más. Intentas ser “productiva”; de vez en vez te subes a la bicicleta estática por treinta minutos, haces pasteles, lees, escribes, pero también hay días en los que solo quieres estar tirada en la cama y apagar el mundo y las presiones de que estos son momentos para ser mejores personas, cuando en lo único que puedes pensar es en que tú y los tuyos sobrevivan.

Vas y vienes y extrañas a tu madre, que este año cumple setenta y por cuestiones aleatorias está encerrada en su casa con una perrita chihuahua gorda y adorable que no es suya, sino de tu esposo. También añoras los desayunos dominicales con tu padre, quien está solo en su pequeño y oscuro departamento en la Escandón y quien te da miedo que se salga por un arranque de rebeldía —¿quién iba a pensar que tú velarías por los actos adolescentes de tu envejecido padre, al cual parece pesarle la falta de jugadas de tenis, de reuniones con amigos, de su única nieta, que está aprendiendo a gatear sin testigos más que tu móvil?

Vas y vienes y tu corazón se va a París, dónde está tu hermano, con tu cuñado, quien ha perdido varios proyectos de trabajo, y con miedo pues tu hermano es “población vulnerable” gracias a su diabetes y a su marcapasos, mismo que tienen que cambiarle sí o sí antes de que acabe el año; al crucero en Ensenada, donde tu otro hermano trabaja ahora no como barista, sino como carpintero pues los pusieron a todos a reparar el barco en lo que deciden qué hacer con ellos, si los bajan a su suerte o los dejan ahí, esperando que esto pase —¿va a pasar? —; a la casa de tu hermano mayor, quien está solo, ideando la manera de hacer un gimnasio dentro con cuerdas y ganchos.

Vas y vienes pero siempre vuelves aquí, a los “ma”, “caca”, “qué” y “wow” de tu hija, que rápidamente deja de ser una bebé y no sabes cómo podrás explicarle en un futuro lo que está ocurriendo, cuando todas sus fotos infantiles sean dentro del mismo departamento, cuya renta sigue corriendo sin clemencia, aun cuando el dinero está detenido y no sabes hasta cuándo los planes de trabajar se reanuden el ciento por ciento. Vas y vienes pero vuelves a los ojos de tu esposo, con quien te turnas para cocinar, para pasear al perro y para tener días malos y buenos, poniendo a prueba la paciencia y el amor de ambos, como todas las parejas en el mundo que se ven por primera vez en la necesidad de estar realmente juntos. Y la verdad es que la prueba, en tu caso, consideras que va bien: hay sonrisas cómplices y besos cariñosos, hay detalles y abrazos largos, y también espacios a solas, en silencio. Hay ganas de salir adelante y de saber que podrían volver a empezar juntos. Pero también hay miedo de enfermarse, del dinero, de no volver a ver a quienes aman, de que el país se lo cargue ahora sí la chingada y no haya para dónde hacerse. Hay miedo y amor y ganas de que todo esto pase y puedan ir juntos al mar y sumergir los pies de su hija, a percibir la humedad en los labios y a sentir el sol en la cara. Hay miedo pero hay más amor, y quizá eso es lo único que importa.

Vas y vienes y piensas en Dios. En si existe o no o en si, más bien, quieres creer en él. Porque negarlo te da culpa y reconocerlo te hace sentir tonta, y comienzas a pensar que en realidad estás sola, que no hay nada más grande que este mundo y que cada quien se rasca con sus propias uñas y sobrevive como puede, con lo que tiene en el momento. Y que si hay Dios es solo para consolarnos cuando realmente todo está mal, pero no para resolver nuestras cagadas como humanidad. Y entonces vas y vienes y rezas y persignas a tu hija por si acaso y lo único que le pides a la vida es que le dejen un poco de mundo para que, cuando crezca, pueda contar este encierro como una anécdota que nos hizo a todos más fuertes, mientras ella corre en la calle, anda en bici, toma aviones, ama, abraza, va a conciertos y sueña con este futuro pasado que hace unos días parecía imposible de transitar.

Pero aquí estás. Y vas y vienes.