Las excostumbres

¿Volveremos a soplar las velas de un pastel? ¿Volveremos a sentarnos todos en una sobremesa a compartir el postre? ¿Entraremos a las casas incluso ajenas dejando los zapatos en la puerta? ¿Nos saludaremos solo con una reverencia? ¿Terminarán las apps de citas o te exigirán en un primer encuentro que te tomes la temperatura antes de empezar el coqueteo? ¿Volveremos a soñar? ¿Se organizará el slam en los conciertos? ¿Bailaremos todos al mismo ritmo, en festivales de miles de personas que beben y fuman y se drogan sin miedo? ¿Confiaremos que si alguien tose o estornuda es solo gripa? ¿Nos abrazaremos en Año Nuevo mientras nos deseamos salud? ¿Iremos codo a codo en los aviones con un desconocido al lado? ¿Agarraremos los cachetes de los bebés tiernos que nos topamos en la calle, y diremos «qué ternura» a la temerosa madre? ¿Tomaremos un taxi, un Uber, haremos “autosardina” para ir al parque de diversiones? ¿Nos divertiremos juntos hasta el amanecer sin que tenga que ser por medio de una cámara del móvil? ¿Volveremos a soñar? ¿Las prostitutas tendrán trabajo de nuevo? ¿Seguiremos comprando cualquier cosa sin pensar que quizá hay algo ahí? ¿Pasearemos en los centros comerciales, compraremos algún antojo y deslizaremos sin miedo nuestra tarjeta de crédito? ¿Volveremos al tráfico, al ruido, a las fiestas, los museos, las conferencias, al contacto, al exceso de confianza de sentir que a nosotros no nos va a pasar, a los andenes del metro saturado, a los mercados y a las ferias de libro, a las oscuras salas de cine, a los casinos? ¿Podremos demostrar que nos amamos con el mismo afecto de antes? ¿Volveremos a soñar? ¿Usaremos mascarillas como una obligación legal permanente y las revistas las considerarán como un accesorio más de moda, igual que una bolsa o unas gafas? ¿La economía se levantará? ¿El peso se recuperará? ¿Los negocios sobrevivirán? ¿Habrá bautizos, bodas, mayordomías, quinceaños, aniversarios? ¿Volveremos a soñar? ¿Nos volveremos a cortar el pelo o hacer manicura en un salón de belleza sin sospechar que nos van a contagiar? ¿Nos tocaremos el rostro, nos tallaremos los ojos, nos rascaremos la nariz, nos comeremos las uñas, nos besaremos sin titubear, como si nada, como si este presente tan futurista no llegara a convertirse nunca en un pasado, como si la eternidad fuera este instante que parece fumigarnos como especie? ¿Volveremos a entusiasmarnos con un proyecto? ¿A planear un viaje, una salida al mar, una carne asada con nuestros viejos, con nuestros enfermos, sin sentir que les estamos robando tiempo y anticuerpos? ¿Volveremos a enterrar a la gente en ataúdes de acero? ¿Tendremos funerales, duelos, derecho a un abrazo mientras lloremos por haber perdido a quien amamos en una batalla contra el tiempo? ¿Volveremos a ser la misma especie que éramos, donde el dinero nos parecía todo y la salud, un mero trámite, donde todo nos daba lo mismo y la rutina parecía sobrecogedora? ¿Volveremos a soñar?

La exconfianza

Escribo estas líneas luego de veintidós días en casa. No hemos salido más que un par de veces al supermercado y otros días esporádicos en el coche, con el propósito de dormir a la niña de un año a la cual el encierro no le sabe nada bien. Sin embargo, somos parte de los afortunados que pueden quedarse quietos un rato. En México, dicen, los hospitales aún no están saturados y los cadáveres todavía pueden ser velados. Y una gran parte de la población continúa saliendo como si nada porque no tiene de otra, porque vive al día y hay que comer, hay que alimentar a los hijos, hay que sobrevivir como se pueda, porque mientras unos podemos darnos el lujo de quedarnos en casa y subir fotos de nuestros experimentos en la cocina, de los libros que leemos y del ejercicio que hacemos en el suelo, con la comida caliente y la cerveza al lado, hay quienes, en efecto, no tienen ni para el pasaje, ni para un taco o un refresco, ni para absolutamente nada, y hay otros, además, que están perdiendo sus empleos, dejando de percibir sus sueldos, llenando sus corazones de ansiedad y de la más terrible desolación.

Aquí, en el encierro, todos somos víctimas, unos –muchos– más que otros, y lo peor es que no podemos correr a abrazarnos y a llorar las penas al estilo Jalisco con nuestros amigos. No es posible buscar consuelo en los brazos de nuestros padres o siquiera sacar a pasear al perro sin mirar con cierto recelo al vecino que hace lo propio, porque tenemos miedo de que un suspiro, un estornudo, un mínimo encuentro entre dos pieles nos lleve a perder la capacidad pulmonar e infectarnos con algo que, si bien nos va, no nos dará síntomas, pero que también puede matarnos, aun cuando tengamos buena salud, no fumemos ni padezcamos de ninguna enfermedad crónica. Lo sabemos: el virus es traicionero y juega sucio, al estilo de Frank Underwood o de cualquier villano de Scorcese.

Recuerdo el caso de Chernobyl, cuando los parques lucían limpios y las flores, brillantes. Cuando el cielo era estrellado, azul y hermoso, y todo parecía normal. Me imagino esa radiación silenciosa y en un inicio, aparentemente inofensiva pero que, al final, mató a millones de personas y dejó a todo un pueblo clausurado, incapaz de reponerse de tanto silencio, de tanta pérdida.

Me imagino el mundo que nos espera justo así, clausurado, lleno de desconfianza, donde un simple beso en la mejilla puede causar la muerte de alguien más, donde los empaques de la comida del supermercado son sospechosos de infectarnos, donde el taxista, el mesero, el cajero, los porteros, todos somos posibles homicidas “imprudenciales”; imagino un mundo cubierto de cubrebocas, bañado en gel antibacterial, en jabón de manos; imagino las casas sin polvo, impolutas, brillantes, y el miedo de quien las limpia de haberse contagiado tras haber pasado un trapo con cloro. Imagino este mundo lleno de dudas, en el cual, aun después de que la cuarentena se dé por terminada, podremos reponer muchas cosas ­–si bien nos va– menos la confianza en los demás, incluso en quienes amamos, incluso en nosotros mismos, porque, ¿cómo volvernos a abrazar sin miedo? ¿Cómo tomar un avión sin que eso nos quite el sueño un día antes de hacerlo? ¿Cómo subirnos al transporte público, apretar el botón del elevador, ir a un concierto, a una fonda, sin sentir que hay huellas de algo posiblemente mortal? ¿Cómo ser amables en un mundo que parece exigirnos ser fríos unos con otros?

Quizá el gran reto, entonces, es encontrar nuevas maneras de demostrarnos afecto y poco a poco, recuperar la seguridad, esa que dimos por sentado meses antes, cuando podíamos movernos libremente y nos molestaban el tráfico, el ruido de las fiestas de los vecinos, la rutina de los centros comerciales, el mal humor de nuestros jefes; esa confianza que nos hizo dar por sentado los domingos familiares, las caminatas por el parque, los traslados de nuestra casa al trabajo, las visitas a los restaurantes, al dentista, al pediatra, los viene-vienes, las noches de sábado con los amigos, los saludos de mano, los romances casuales en un bar, los mercados de los sábados, los conciertos, los museos, la cotidianidad que ahora parece tan utópica, cómoda y esperanzadora como un té de menta poleo luego de un día largo.

Alguna vez, antes, mucho antes que todo eso comenzara, pensaba en la confianza que depositamos cuando vamos al súper y elegimos una pasta de dientes, confiando en que ésta no se encuentra envenenada. O al ir a un restaurante y confiar que los cubiertos están bien lavados y que el agua es de filtro; o que el maquillaje que adquirimos en la tienda departamental no es tóxico para nuestra piel; o que el conductor de al lado respete el alto y el peatón se cruce cuando tenga luz verde; que el taxista no venga borracho o que el Presidente sepa realmente lo que está haciendo y no vea solo por sí mismo y su soberbia. Todo se trata de un acto de fe, incluido abril de 2020, incluidos los meses que vienen, incluida la fe en la persona que vemos frente al espejo, en la cual debemos creer a toda costa, aun cuando todo se derrumbe y solo quedemos nosotros para reconstruirnos.

la exlibertad

Ahora los perros ladran más.

Quizá porque están encerrados. Quizá porque extrañan sus largos paseos y se tienen que conformar con una simple bajada rápida de sus edificios a los garajes para mear y cagar sin gracia.

El excesivo calor no mata ningún virus, solo nos hace sentir aún más estresados.

Como si no fuera suficiente el miedo a la pandemia, a enfermarse, a matar a alguien sin darnos cuenta, a perderlo todo.

Ahora ir a bajar la basura es para muchos, un lujo, y para otros, un momento de angustia:

No toques los botones del elevador con los dedos.

Deja los zapatos en la entrada de la casa.

Desinfecta de inmediato el móvil.

Lávate las manos durante treinta segundos.

Estornuda en la parte interior de tu brazo.

No.toques.nada, y menos tu rostro.

¿Te duele el pecho? Quizá es el virus.

O quizá es la ansiedad. Las ganas de adelantar el tiempo y que alguien te explique de manera detallada el futuro.

Quiénes sobrevivirán.

Quiénes morirán en una cama de hospital, lejos de todos aquellos que alguna vez los amaron, sin tener el privilegio, siquiera, de un velorio.

Quiénes perderán todo. Sus casas, sus trabajos, sus amigos, su familia, sus ahorros, su salud mental.

Quiénes encontrarán en todo esto un nuevo sentido.

Porque el mundo ya no será el mismo.

Porque un simple abrazo puede ser mortal.

Y los espacios públicos parecen carnazas en espera de atraparnos.

Y quizá lo más extraño es la capacidad que tenemos de olvidar.

Olvidar los cines, los teatros, los centros comerciales, los desayunos de domingo, las compras de ropa, los conciertos, las cenas en un restaurante de moda, los cafés filosóficos el boliche, el billar, las conferencias, las idas a la heladería de la esquina, los cigarros, las fiestas que terminan a las seis de la mañana, los “no hay lugar para estacionarse” porque todo está vacío, los viene-vienes, los puestos de quecas de la esquina. Las montañas rusas. El tráfico.

Empiezo a olvidar los ojos de mi madre.

Las manos arrugadas de mi padre.

Las grietas en los rostros de mis hermanos ya cansados de fingir que no ocurre nada.

Los abrazos de mis amigos.

Los planes. Los viajes. Los aviones. Los taxis.

Empiezo a olvidar cómo era yo fuera de aquí.

Pero de repente me acuerdo de otras cosas.

Como de mi cuerpo ávido de movimiento.

De mi rostro rosáceo y cómico.

De mis sueños antes arrinconados en una bolsa de desechos.
Escribir. Leer. Cantar. Bailar. Meditar. Correr. Seguir amando. Creer en algo más que mi pequeñísima existencia.

Recuerdo, poco a poco, quién soy, como un recién accidentado que recobra la memoria tras haberse estrellado contra un árbol.

Y por un segundo soy más que mis problemas, que mis fobias y mis malas decisiones. Soy más que una pandemia, que una caída de la Bolsa, que el precio del dólar, y me abrazo a mí misma en una noche sin fecha de caducidad, como si el mañana no existiera, como si solo me tuviera, por un instante, a mí misma, y me elijo viva.

Y es entonces cuando escucho a los perros ladrar. Pero también escucho mi respiración y el llanto de mi hija que quiere jugar, descubrir el mundo, el poco que le puedo ofrecer en el encierro.

Los colores. Las figuras. Los abrazos. Su cuerpo. Su reflejo. Su aliento. Mi corazón. Mi voz diciendo —te amo—, mi ternura inquebrantable ante lo que representa una pequeña vida que aún celebra sus primeros pasos sin saber que afuera no es posible caminar.

Y entonces entiendo que quizá, el único encierro al que le debo tener cierto recelo es al miedo.

SÍ, SOY LA EX

Everything is going to be fine in the end.

If it’s not fine it’s not the end.”

— OSCAR WILDE

Voy a escribir de mí. De mi vida actual. De lo difíciles que han sido estos últimos meses en el plano emocional, porque al final, sufrí un duelo: perdí un trabajo que amaba. Llevaba trece años en el mundo de las revistas impresas, siempre, por cierto, con el mensaje no tan silencioso en los pasillos: “Esto se va a acabar”, “Digital nos va a comer vivos”, “Los influencers son los únicos que importan”, pero aún así, como si fuera empleada del extinto Blockbuster y cuidara mis DVD’s con trapitos de seda, me aferraba a las páginas que editaba con todo el amor y la fe del mundo.

Al medio editorial impreso le dediqué horas extra, desveladas, sacrificios sociales como no ir a cumpleaños de mis amigos o de mi familia, relaciones personales que no funcionaron; le entregué, sobre todo, mi creatividad, mi poesía —que dejé de lado casi por completo—, editando hasta 750 páginas por mes, entrevistando a decenas de personas, coordinando sesiones de fotos, asistiendo a eventos de moda y belleza, armando presupuestos y haciendo milagros con dos pesos; pensando en qué poner en cada una de las páginas para que resultaran interesantes, inteligentes y económicas. ¿Agotador? Así es, pero también apasionante. Los cierres eran mi cardio, en los cuales amaba escuchar música, comer chatarra y reír en compañía de un equipo de personas que adoraba.

Trece años en los cuales no paré solo tres meses, durante mi incapacidad por maternidad, y cuando volví logré acomodarme para seguir cumpliendo con todas las exigencias de una revista en números negros, exitosa y famosísima. Respetaba su línea editorial; hablaba de moda, de belleza, de realeza, de espectáculos, de recetas, pero también buscaba abrir la mente de las lectoras con temas como violencia de género, aborto, suicidio, libertad de género, posesión de armas; pretendía, desde mi trinchera, hacer un cambio en la sociedad, chiquito, quizá, pero no por ello invisible —me gusta pensar que quizá a alguien pude tocarle el corazón—. Sin embargo, entre tanta pasión se me olvidó algo: yo era la niñera de mi revista, no la mamá, y cuando se acabó mi ciclo en dicho lugar, dije adiós a mi vieja vida y “hola” a… ¿a qué?

Mi creatividad, mis ganas, mi energía, mi tiempo, mis palabras; todo eso lo destiné a una revista que no era mía. Una parte de mí llevaba tiempo queriéndose ir, buscar un trabajo más empático para una mamá nueva, con esquemas de trabajo más modernos —¿cómo le llaman? Salario emocional, claro—, y también, con nuevos retos —como lo que ahora hago: trabajar con mi esposo en una empresa de periodismo y relaciones públicas gastronómicas, que me encanta—. Todo indicaba que el cambio se acercaba, pero al ponerle punto final a ese ciclo, la pregunta fue: ¿y ahora qué? ¿Qué hago con tantas palabras? ¿De qué escribo? ¿Cómo me retomo? ¿Qué parte de mí se murió ahí y qué parte nacerá ahora? Porque si algo tuve claro desde el día en el que dejé ese trabajo fue que ahora, por primera vez en años, tenía la oportunidad de redescubrirme, de perseguir viejos sueños, de replantear mi vida desde una filosofía mucho más constructiva, que quizá me devuelva las palabras que dejé perdidas en el camino.

Dejar un trabajo no siempre es como uno lo imagina, por lo menos al principio; no es ir al gimnasio a diario y ponerte buenísima en dos semanas; no es tener tiempo para irte de brunch con tus amigas o acompañar al súper a tu mamá; no es encerrarte en un spa para hacerte tratamientos ni pasarte todo el día practicando ejercicios de estimulación temprana con tu hija; tampoco es redecorar tu casa ni organizar tus papeles, ni mucho menos leer compulsivamente todo lo que antes no podías; o sí, quizá en realidad es todo eso, pero los primeros meses, cuando el trabajo del que saliste era uno que amabas, todos tus pequeños triunfos se ven opacados por el “¿habré hecho bien?”, “¿esto será lo mejor?”, “¿será que éste ya fue el trabajo de mi vida y de ahora en adelante ya no hay más cumbres que alcanzar?”, “¿volveré a amar un empleo de la misma forma?”, “¿perderé a todos esos contactos que alguna vez se mostraron como amigos?”. Todo ese bombardeo no cesaba ni cuando dormía, pues soñaba, una y otra vez, con lugares, personas y situaciones relacionadas a lo mismo. Ahí me di cuenta: lo que en realidad estaba viviendo era una especie de divorcio, porque no solo las personas nos rompen el corazón, también ciertas circunstancias, incluso un tanto deseadas, pueden dejarnos con lágrimas en los ojos y con el ego apachurrado, que por fortuna, está sanando.

Soy la ex de mi trabajo anterior, la que quizá a veces extraña, la que dejó su huella en él incluso a pesar de sí mismo, la que quizá se ve tentado a stalkear de vez en cuando, y viceversa. Y al analizar esto, me doy cuenta que soy la ex no solo de mis amores del pasado, sino de mis casas, de algunos amigos, incluso de todas aquellas mujeres que he sido en otros tiempos, y como buena ex, quiero compartir mi historia, mis despechos, mis recuerdos alegres, e invitar a todos a preguntarse: ¿de quiénes o de qué son ex?

Los exabrazos

Recuerdo cuando murió L. No encontraba consuelo ni lágrimas suficientes, y en su velorio, un amigo suyo, que poco me ha visto y casi nada me conoce, me abrazó tan fuerte que sentí como si pretendiera con sus brazos aplicar un bálsamo a mi espíritu roto. Y por un momento, gracias a ese afecto genuino y desinteresado, sentí un poco de paz.

Eso fue un abrazo. Un exabrazo, que se perdió en el tiempo, y que comenté tiempo después con dos amigas presentes en dicho velorio, a las que también les tocó esa dosis de cariño y que confirmaron mi teoría: nos habíamos topado con un buen abrazador.

No sé si en realidad abrazar sea un acto que revele lo que hay en el interior de un ser humano, pero sé que hay algunas personas que tienen muy desarrollado ese don. Y la verdad es que bien podría confiarle mi vida a alguien que sepa contenerme en medio de este mundo lleno de vacíos y miedos; bien podría darle puntos extra en el camino de la trascendencia terrenal.

Recuerdo con cierta melancolía a las personas que me han regalado esas demostraciones de afecto tan cotidianas, en apariencia, pero que solemos dar por sentado, y pienso incluso que esa gente podría dedicarse a ser “abrazadora profesional”, al dejar en otros cuerpos tatuajes invisibles cuya única tinta es la calidez del corazón.

Los abrazos de R, a quien veo poco, pero que siempre me sorprende con esa empatía que denota un buen abrazo, ese que grita sin voz “te comprendo”, “aquí estoy”, “todo va a estar bien”. Los abrazos de F, que suele cubrir a quien conoce, incluso por primera vez, con un manto de confianza inesperada e incluso intimidante. Los abrazos de mi madre, en su cama, yo acurrucada al lado de ella, pegada a su cuerpo, cobijada en sus pechos y sintiendo su respiración cerquita de la mía, pidiéndole horas extra a la vida para que este abrazo nunca sea un exabrazo. Los abrazos de mis hermanos cuando nos despedimos en un aeropuerto sin fecha de regreso, con la incertidumbre del tiempo y de la no permanencia, con la triste resignación que conlleva un adiós sin fecha de caducidad. Los abrazos de C, quien dice que no suelo ser tan expresiva, pero que no sabe que un abrazo suyo puede salvar mi día, y que mientras yo lo atrapo con mis piernas como arañita torpe cuando estamos acostados recuerdo por qué me gusta este experimento de estar viva. Los abrazos de aquellos pocos amigos que sé que serán, si tenemos suerte, quienes me sigan abrazando hasta que sea viejita y con trabajos pueda levantarme de la cama a saludarlos. Los abrazos de mi padre, que pueden ser incluso diplomáticos, torpes, con miedo de mostrar demasiado porque si eso ocurre podríamos quebrarnos en llanto y no soltarnos jamás. Los abrazos de mi hija, quien está aprendiendo cómo estirar sus pequeños brazos hacia mí mientras se acerca a mi pecho, sonríe y escucha el latido de mi corazón, ese que la acompañó en mi vientre, ese que late incansablemente por ella y que me hace pensar que es probable que de eso se trate el acto de abrazar: de juntar los latidos, de engañar al reloj, de recordarnos que no estamos solos, y que amarnos forma una parte inevitable de nuestro instinto.

Dejemos de luchar, pues, con las distancias de los cuerpos, y rompamos a diario ese espacio vital por unos segundos, sin prejuicios. Abracémonos, sin contar los segundos, sin sentirnos incómodos, sin tener que conocernos tanto, sin pudores ni política o religión en curso. No sabemos cuándo sea la última vez, el último abrazo, la última oportunidad para perdernos en el otro.