la exlibertad

Ahora los perros ladran más.

Quizá porque están encerrados. Quizá porque extrañan sus largos paseos y se tienen que conformar con una simple bajada rápida de sus edificios a los garajes para mear y cagar sin gracia.

El excesivo calor no mata ningún virus, solo nos hace sentir aún más estresados.

Como si no fuera suficiente el miedo a la pandemia, a enfermarse, a matar a alguien sin darnos cuenta, a perderlo todo.

Ahora ir a bajar la basura es para muchos, un lujo, y para otros, un momento de angustia:

No toques los botones del elevador con los dedos.

Deja los zapatos en la entrada de la casa.

Desinfecta de inmediato el móvil.

Lávate las manos durante treinta segundos.

Estornuda en la parte interior de tu brazo.

No.toques.nada, y menos tu rostro.

¿Te duele el pecho? Quizá es el virus.

O quizá es la ansiedad. Las ganas de adelantar el tiempo y que alguien te explique de manera detallada el futuro.

Quiénes sobrevivirán.

Quiénes morirán en una cama de hospital, lejos de todos aquellos que alguna vez los amaron, sin tener el privilegio, siquiera, de un velorio.

Quiénes perderán todo. Sus casas, sus trabajos, sus amigos, su familia, sus ahorros, su salud mental.

Quiénes encontrarán en todo esto un nuevo sentido.

Porque el mundo ya no será el mismo.

Porque un simple abrazo puede ser mortal.

Y los espacios públicos parecen carnazas en espera de atraparnos.

Y quizá lo más extraño es la capacidad que tenemos de olvidar.

Olvidar los cines, los teatros, los centros comerciales, los desayunos de domingo, las compras de ropa, los conciertos, las cenas en un restaurante de moda, los cafés filosóficos el boliche, el billar, las conferencias, las idas a la heladería de la esquina, los cigarros, las fiestas que terminan a las seis de la mañana, los “no hay lugar para estacionarse” porque todo está vacío, los viene-vienes, los puestos de quecas de la esquina. Las montañas rusas. El tráfico.

Empiezo a olvidar los ojos de mi madre.

Las manos arrugadas de mi padre.

Las grietas en los rostros de mis hermanos ya cansados de fingir que no ocurre nada.

Los abrazos de mis amigos.

Los planes. Los viajes. Los aviones. Los taxis.

Empiezo a olvidar cómo era yo fuera de aquí.

Pero de repente me acuerdo de otras cosas.

Como de mi cuerpo ávido de movimiento.

De mi rostro rosáceo y cómico.

De mis sueños antes arrinconados en una bolsa de desechos.
Escribir. Leer. Cantar. Bailar. Meditar. Correr. Seguir amando. Creer en algo más que mi pequeñísima existencia.

Recuerdo, poco a poco, quién soy, como un recién accidentado que recobra la memoria tras haberse estrellado contra un árbol.

Y por un segundo soy más que mis problemas, que mis fobias y mis malas decisiones. Soy más que una pandemia, que una caída de la Bolsa, que el precio del dólar, y me abrazo a mí misma en una noche sin fecha de caducidad, como si el mañana no existiera, como si solo me tuviera, por un instante, a mí misma, y me elijo viva.

Y es entonces cuando escucho a los perros ladrar. Pero también escucho mi respiración y el llanto de mi hija que quiere jugar, descubrir el mundo, el poco que le puedo ofrecer en el encierro.

Los colores. Las figuras. Los abrazos. Su cuerpo. Su reflejo. Su aliento. Mi corazón. Mi voz diciendo —te amo—, mi ternura inquebrantable ante lo que representa una pequeña vida que aún celebra sus primeros pasos sin saber que afuera no es posible caminar.

Y entonces entiendo que quizá, el único encierro al que le debo tener cierto recelo es al miedo.

Published by

Dulce Villaseñor

Valgo todo el caos que conllevo.

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