Nací y él me amó desde el día uno. Me presentaba como su hermana, aun cuando me llevaba setenta y cinco años. No importaba. La empatía es la empatía, y con ella no hay rango de edad que interfiera. Pasábamos por él todas las tardes, después del colegio, y nos lo llevábamos a comer a casa. Solitario, pues su esposa –veintidós años menor que él–, trabajaba en una empresa cosmética en el Centro y no le dedicaba muchas horas que digamos. Íbamos en la camioneta tipo Wagoneer, yo atrás, aguantando el vómito ocasionado por el tráfico y las vueltas –algo que aún me ocurre–, mi madre en el volante y él, de copiloto. Su entretenimiento: leer en voz alta los anuncios espectaculares y los nombres de los changarros por los que pasábamos. “Estética Esperanza”, “Tortería El Tranza”, “Ojo, mucho ojo…”, “Colosio: bienestar para tu familia”, “Tocinería Gutiérrez”. Mientras eso ocurría, yo me mareaba cada vez más al grado de llorar, bajaba un poco la ventana para tomar aire y le pedía que por favor guardara silencio, porque mientras él practicaba su breve oratoria yo sentía que me moría.
Llegábamos a casa y la náusea se me iba, intercambiada por el hambre. Mi madre calentaba la comida y yo me quitaba el uniforme, me despeinaba un poco más –jamás se me ha dado el estilo relamido– y seleccionaba algún vestido supercursi de esos con estampado de flores o lunares que tanto me encantaban. Ponía la mesa mientras él se sentaba en el sillón a esperar. Sopa de fideos con queso, arroz, rollitos de res con tocino en caldillo de jitomate, ensalada verde. De postre: arroz con leche. Él: doble porción. Aun cuando había dicho que no tenía hambre y dejaba la mitad del plato fuerte, aseguraba que siempre había espacio para lo dulce, y predicaba esta filosofía con el ejemplo; en su casa tenía un cajón escondido, cerrado con llave, donde guardaba lenguas de gato, pasitas con chocolate, gomitas, paletas de caramelo sabor cajeta y dulces Laposse. Era su tesoro, y pocas veces se atrevía a compartirlo.
La sobremesa duraba poco, pues nos urgía salir a caminar en el andador de la esquina e ir a contar hormigas. El que contara más, se ganaba un helado que se pagaría el fin de semana. No recuerdo quién ganaba y ahora pienso que en realidad, empatábamos, porque llegado el sábado estábamos de la mano, en el parque de la Alfonso XIII, con nuestros respectivos conos. El mío: de chicle. El de él, napolitano.
También era en esos fines de semana, después del paseo, que comenzábamos las partidas: timbiriche, dominó, damas chinas, gato, pero sobre todo, ajedrez. El ajedrez era nuestro juego. Me enseñó el valor de cada pieza. Los peones, los más subestimados, pero al final, quienes pueden salvar de dignidad de un jugador al convertirse en reinas. Los caballos, los más audaces, que pueden acorralar al contrario de la manera más impredecible e inteligente. Las torres, que siempre me han parecido las piezas más aburridas pero que pueden rescatarte de un duro final. El rey, tan pasivo y limitado en sus movimientos que aburre –quién diría que es el líder del cuento– y la reina. ¡Ah, la reina! La dama que intimida y puede destruir todo a su paso sin compasión alguna. Él me explicaba, tarde tras tarde, cada una de las piezas, y si bien yo ponía todo mi esfuerzo por ganarle, el “jaque mate” solía provenir de su boca, alimentando mi ambición y soñando con, algún día, ganarle una partida.
Así pasaron los años, la pubertad, los malos ratos, hasta que llegué a los catorce años y continuaba igual de cercana a él, solo que ahora yo le ganaba un par de veces, provocando su molestia. “Estás haciendo trampa”, me decía de broma, pero también sorprendido: su alumna lo estaba superando. Y no solo yo lo superaba: también la edad lo estaba alcanzado: sus pasos cada vez eran más lentos y mostraba señales de fatiga como no querer rasurarse o ayunar. Pocas veces salía de su casa –se acabaron las tardes de contar hormigas y los paseos con un helado en mano– y ni siquiera se asomaba al balcón para tomar el baño de sol que le había recomendado el doctor. Sus ojos azules se veían cansados, y sin embargo, se las ingeniaban para verme con el mismo amor de siempre. “¡Esa energía, esa alegría, esa vida, esa risa!”, decía él al hablar de mí, aun cuando yo me sentía gris y cotidiana, aun cuando yo estaba en mi peor etapa, aun cuando su memoria comenzaba a fallar y la vida se le iba con la llave abierta.
Todo de él se iba apagando, y sin embargo, las tardes de juego de los domingos no paraban, solo que con una diferencia: ahora yo siempre ganaba. Hasta que un domingo, mientras jugábamos y él se iba quedando dormido como ya era costumbre, dejé que mi reina fuera comida por su caballo y permití que él fuera quien dijera “jaque mate”. Sonrió, alegre, abrió su cajón secreto y sacó unos chocolates de Sanborn’s para mí. “Agarra los que quieras”, exclamó como quien comparte su oro sin ningún signo de mezquindad.
El domingo siguiente no tuve que dejarlo ganar: arrasó en las dos partidas que tuvimos. Ese día vació su cajón de dulces y los repartió entre todos. Ese día cantó conmigo “Piensa en mí” de Agustín Lara. Ese día me ayudó con mi tarea de matemáticas. Ese día lo vi sonriente y tranquilo. Ese día no me quería ir. Quería quedarme a su lado. Quería que el domingo fuera lunes y martes y miércoles y que las partidas de ajedrez fueran eternas. Ese día no quería todos sus dulces, quería que los guardara en su cajón para convidarme uno el siguiente domingo, ese nuevo domingo que nunca llegó, que se quedó en una posibilidad frustrada por el cierre definitivo de aquellos ojos azules que ya no vieron el amanecer del lunes. Qué no daría por manejar mi coche con él de copiloto, por escuchar cómo lee en voz alta todos los letreros espectaculares, por abrazarlo y que él me recordara “esa energía, esa alegría, esa risa” que hay en mí y que a veces aplasto por la misma inercia que ocasiona vivir.
Los domingos me hacen falta las partidas de ajedrez. Y supongo que ese fue su último Jaque mate: el no olvidarlo nunca, aun cuando hace veinte años que mis piezas no se enfrentan a las suyas.
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